domingo, 26 de junio de 2011

¿Desigualdad?



***



arco dice:
hola, cómo estás?
danielari88 dice:
hola, bien gracias. Vos?
arco dice:
y, en casa tranqui
danielari88 dice:
sabes, anoche, antes de dormirme, recordé la frase de Truman Cappote que aparece en la peli “Todo sobre mi madre”
arco dice:
ah, sí?
danielari88 dice:
“cuando Dios le entrega a uno un don, también le dá un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse”
arco dice:

danielari88 dice:
creo que aparece en el prefacio del libro “Música para camaleones”
arco dice:
yo prefiero la frase de la que hablamos ayer ja ja ja…
danielari88 dice:
ja ja ja . Frase muy controversial, no deberíamos repetirla, ji ji ji…
Hey, entonces, sí nos vemos hoy?
arco dice:
claro, soy de palabra. Te parece a tipo 18:30?
danielari88 dice:
si, perfecto
arco dice:
bueno, entonces a esa hora nos vemos, en la esquina de Florida y Corrientes,
mi casa está cerca.
danielari88 dice:
ok ;)
No vayas a faltar!
arco dice:
no, tranqui.
bueno, me voy a duchar. Te dejo, un abrazo.
Danielari88 dice:
dale, al rato no vemos. Besos lindo!
Arco dice:

Arco acaba de cerrar sesión.




***





Con el termómetro a 28 grados, Buenos Aires despedía el verano del dos mil once, un veintiuno de marzo. Aquel verano había sido muy particular, se había convertido en un verano interminable, sin embargo, quién no disfrutaba de mirar uno que otro cuerpo: escultural, semidesnudo, bronceado y bonito; desfilar en medio de la calle. Claro, de un sinnúmero de veranos así, los porteños ya no pasean sus ojos por dichas esculturas ambulantes de la misma manera que lo haría alguno de esos tantos migrantes que por múltiples razones han escogido aquella ciudad para vivir. Cada extranjero que ha pasado un verano en Buenos Aires debe haber aprendido una regla esencial: Cuando el verano viene, el pudor tiene que irse.

Alejandro González, ingeniero electrónico de nacionalidad cubana y personalidad astuta, había escogido la urbe porteña para disfrutar el atardecer de su vida, una vida llena de extremos: sentimentales, económicos y emocionales. Ahora era dueño de una importante agencia de viajes con sucursales alrededor del mundo, todo lo contrario de lo que alguien podría imaginarse de un cubano. A sus cincuenta y dos años de edad llevaba una vida acomodada, digna de quienes han sobrevivido una controversial juventud.
La hora local era 18:30:25, cuando, dejando atrás la isla más bonita descubierta por Colón, arribó al aeropuerto internacional de Ezeiza , hace quince años, Alejandro. Poseía una carta de invitación para trabajar, emitida por un amigo argentino que había conocido en La Habana, además, una maleta cargada de sueños que a costa de esfuerzo, valor y sacrificio algún día habría de alcanzarlos. Aquella hora y lugar, que podrían no tener importancia para Alejandro, eran, años más tarde, el punto de giro en la vida de Daniel Ovalle.
Daniel, de nacionalidad Mexicana, hijo de un médico de reconocida experiencia en la ciudad de Saltillito, estado Coahuila de Zaragoza, al noreste de México, y de madre enfermera proveniente de una familia con costumbres muy conservadoras. Él era un chico apasionado por la literatura, todo lo contrario de lo que alguien podría imaginarse de cualquier jovencito de su edad. A pesar de su personalidad recatada, herencia de su madre, de vez en cuando tenía fuertes impulsos que lo incitaban a romper las reglas. Aquel muchacho, con apenas 21 años, que comenzaba a saborear los primeros bocados de madurez en su vida, había decidido participar en un programa de intercambio universitario que ofertaba la universidad a la que iba. Los estudiantes que se inclinaban a ser parte de este programa debían cursar el tercer año en la carrera de Filosofía y letras, mantener un nivel académico significativamente sobresaliente y contar con el dinero suficiente para los trámites migratorios. Daniel, poseía todas esas cualidades, inclusive, dos de estas en demasía, así que, no le quedaba más que comenzar a llenar las maletas con libros de Borges, Cortázar y Berti. Había arribado al aeropuerto internacional de Buenos Aires el pasado dieciséis de febrero cuando su reloj verde de muñeca, regalo de su padre, marcaban las 18:30:25 horas.
En Buenos Aires, Daniel Ovalle había pasado los últimos 35 días más divertidos de su vida, sentía una particular pasión por la cultura gaucha: que si el asado debía estar acompañado de un buen vino, que si debes encontrar un alfajor que te identifique, que si Boca o River… Sin embargo, le hacía falta encontrar algo, ahora que estaba lejos del obsesivo control de sus padres, algo parecido a un romance en la ciudad de la furia.
Daniel y Alejandro habían llegado puntuales a la cita; Florida y Corrientes, la moderna Babel, festiva como todos los días, recibía a dos desconocidos más que tomando como referencia geográfica la primera calle bonaerense en ser pavimentada, habían decido citarse. Daniel, a pesar de su inexperta juventud, había sentido la necesidad de mirar personalmente a los ojos de Alejandro, para quien este encuentro no representaba más que otro intento por encontrar algo, algo que ni si quiera él podía definirlo.
Luego de una llamada telefónica, al fin, Alejandro pudo divisar a danielari88, Daniel. Sintiéndose ligeramente atraído desde el principio, se acercó y lo saludó con un afectivo beso en la mejilla, propio de las costumbres gauchas; Daniel, también concibió alguna inexplicable afinidad por él, no obstante, le fue imposible evitar sentirse intimidado, por la diferencia de edad, claro. Ambos, comenzaron a rebuscar un tema de conversación para romper el hielo. Arrancaron hablando sobre las diferencias culturales que cada uno tenía, producto del país del que venían, y del impacto que significaba adaptarse a las costumbres de una sociedad “diferente”, diferente en cuanto al estilo de vida. Hablaron durante aproximadamente media hora, mientras caminaban en la mitad del asfaltado camino peatonal, abriéndose camino entre la gente, iban dejando atrás perfectas fotografías compuestas entre otras cosas de: artesanías, música, cultura y gente, gente que al avanzar había olvidado lo que es tener una expresión boquiabierta ante lo novedoso, novedoso podría haber sido ver a un hombre de 52 años pasear con uno de 21, sin tener ningún vínculo de sangre, no obstante, la gente iba y venía, sin nada, como un elemento más de aquellas fotografías.
Mientras tanto, ni Alejandro, ni Daniel tenían la suficiente valentía como para proponer un tema de conversación más personal, motivo por el cual habían requerido verse.
Daniel, por el contrario, al sentirse un poco intimidado, empezó por contarle cuanto extrañaba a sus padres, amigos, hermanos, tenía dos: Lucas, publicista y Marta, fotógrafa; los dos mayores, al final siempre resultaba siendo el protegido, pero, el hecho de estar lejos de todos ellos, en este viaje, le había servido para probar como es enfrentarse a la vida, sólo, sin armas, desde cero. Afirmaba que lo único que mantenían vivas sus ganas de quedarse, evidentemente, era su pasión por la literatura, necesitaba conocer a fondo la tierra que inspiró a grandes referentes de la literatura latinoamericana.
Alejandro, solo pudo darse cuenta que lo escuchaba detenidamente. Aquella necesidad de sólo mirarlo, de vez en cuando, y digerir lentamente cada palabra que él decía, era algo misteriosa, no era un comportamiento habitual en Alejandro, quién alardeaba con frecuencia su capacidad de comunicación; quizá, en el fondo, él tenía una explicación a este silencio y no quería asumirla: aquel muchacho, Daniel, tenía exactamente las mismas expectativas de vida que él a su edad, claro, a él no se le presentó la oportunidad de salir a buscarlas, era como si el espíritu de ambos fuese el mismo: libre, optimista, soñador, poético…; lo único que variaba era el punto de partida en la línea de tiempo, en cada uno, y unos cuantos billetitos verdes, en esa época. Ahora, solo había una intención en aquel cincuentón que había atravesado la calle Florida con Daniel, dejarlo ir, apartarse de él; se había dado cuenta que tenía a su derecha su propia imagen, con varios años menos.
Una hora caminaron, nadie y al mismo tiempo todos los vieron, Alejandro agregó <> Luego de un fuerte apretón de manos, Daniel despidió a aquel hombre maduramente atractivo, por quién comenzaba a sentirse fascinado.
***
Luego de los años, en dos espacios separados por la oscuridad y el tiempo, ambos se preguntan qué habrá sido de la vida del otro, ya sin ninguna conexión, y repiten, en su mente, el mismo fragmento del escritor Truman Capote: “Soy alcohólico, soy drogadicto, soy homosexual, soy un genio”.


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